miércoles, 27 de abril de 2011

DOLOR


Realmente le hice mucho daño, cada año ha ido pasando lento como una agonía auto inflingida, como si todas las heridas que le causé, se multiplicaran lentamente en mi alma, vaciándola por completo de vida.

Yo me deleito en ese dolor cada día ya que es el único placer que puede permitir mi existencia. Le clave el corazón con mil punzones cargados de mentiras, le taladré el alma con mil promesas vanas. Mi amor era tan grande en esos momentos como nunca hubiera podido imaginar y quizás por eso hice todo lo que hice, porque el miedo me paralizó y amar es de valientes. Mi cobardía me hizo realizar mil pruebas para comprobar si ese amor era único, pero me equivoqué en el método. Y fue mi nefasto método, el que acabó por torturarla. Y ella aguantó las torturas como los prisioneros de guerra mas duros, como aquellas mujeres vietnamitas que durante la guerra soportaban años las vejaciones mas perversas en un absoluto silencio. Pero ella en un momento, vio que la puerta de la celda estaba abierta, que no existían los vigilantes, que era ella misma la que tenía la llave de la libertad. Y abrió la puerta, y cuando se volvió para ver la celda de nuestro amor tan ensangrentada, juró venganza, juró odio eterno hacia su torturador.

Cuando yo descubrí que la celda estaba vacía, salí corriendo a buscarla, siguiendo el rastro del dolor, y al principio me costaba poco encontrarla, y volverla a convencerla de que podíamos construir otra celda solo para los dos y su fe ciega le hacia rendirse en el cepo de mis brazos. Pero la paz duraba poco y las torturas volvían a hacerle sangrar por los poros de toda su alma.

Hasta que un día voló para siempre, sin dejar un rastro para poder seguirla, ya que el dolor le había secado hasta la última gota de esperanza. Cuando volví a la celda y la vi vacía un abismo se alojó en mi pecho, un abismo que me acompaña hasta hoy, un abismo tan grande como mi amor. En una esquina de la celda encontré un papel en el suelo, un papel con un número de teléfono.

Llamé y el teléfono sonó hasta la saciedad.

Volví a llamar y colgó.

Llamé y el teléfono sonó hasta la saciedad

Volví a llamar y colgó

Así cada mañana, cada tarde y cada noche.

Los días se dividieron en mil pedazos, y cada uno de ellos duraba una eternidad, y en cada una de esas eternidades mil llamadas.

Esa fue la forma de devolverme todo el dolor provocado por mis pruebas para confirmar que mi amor hacia ella era el único, el eterno. Y todas ellas habían demostrado que ella era el AMOR, mi AMOR, y que no iba a existir nunca en el universo, en este espacio-tiempo nadie como ella, ella era mi estrella. Pero yo había llegado a esa conclusión demasiado tarde, demasiadas pruebas y ahora el abismo se abría en mi pecho, albergando en su interior todos los dolores posibles.

Seguí llamando y llamando, y volviendo a llamar.

Los años pasaron arañándome con una soledad desgarradora. Ella buscó el consuelo, la felicidad, y el bálsamo para curar las heridas. Buscó compartir su vida, con una única condición, quien quisiera compartirla debía respetar el teléfono de la tortura. Y encontró a alguien que aceptó tal condición, como quien acepta una manía o un tic.

Yo continué llamándola, aunque la frecuencia de las llamadas con el tiempo fue disminuyendo a una diaria, siempre a la misma hora. A las cuatro menos cuarto, justo cuando ella se levantaba diariamente de un ligera siesta.

Han pasado tantos años que yo ahora tengo 85, la vida me ha torturado también con la longevidad, pero hace un mes pasó algo que jamás me hubiera imaginado que pudiera pasar, algo que hizo que el abismo se cerrara de golpe.

Hace un mes, un miércoles, a las cuatro menos cuarto, marqué su número y al segundo tono, alguien descolgó el teléfono.

-si?

Yo enmudecí, la garganta se me secó de súbito y mis cuerdas vocales se fueron de vacaciones muy lejos.

-Si?-volvió a responder-¿quién anda ahí, deja de hacer el tonto?

Era ella, su voz era tal y como la recordaba hace 50 años. Recuperé el aliento, la saliva y todos los elementos necesarios para hablar, y le hice la pregunta que tenía guardada en el fondo del abismo de mi alma.

-¿Te quieres casar conmigo?

-¿Y porque no me iba a casar contigo, vaya tonterías que tienes?

Y colgó. Volví a llamar, pero entonces el teléfono se desconectó para siempre. Y durante este mes he estado viajando alrededor de todos los mundos posibles buscándola, ya que se había cambiado de identidad el mismo día que escapó de nuestra celda. No ha sido fácil pero al fin la he encontrado. Una casita de dos plantas y con jardín con varios árboles y cientos de gatos alrededor.

He llamado a la puerta, y un muchacho de unos 20 años ha abierto la puerta.

-Buenos días, que desea.

-Vengo buscando a tu abuela.

-Y quien usted.

-Alguien que la conoció hace mucho tiempo.

-Pues, lo siento no creo que le pueda recordar porque desde hace un mes sufrió un ataque de Alzheimer, que le ha borrado por completo la memoria.

-Entonces déjame pasar, porque quizá sea el momento de volver a vernos y amarnos para siempre.


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